Kimitake Hiraoka,
nombre original, nació en Tokio un 14 de enero del año 1925; los primeros años
estuvo bajo la influencia de su abuela Natsu, quien lo alejó de sus padres y
tenía una inclinación violenta. Estaba vinculada a los samuráis y le supo transmitir
su pasión por el teatro.
Desde temprana edad
demuestra su interés por la lectura y la escritura, sin embargo, su padre se
opondrá a su carrera de escritor y lo enviará a estudiar derecho, carrera de la
que se graduará en la universidad de Tokio.
Mishima
alcanzó pronto la fama como escritor, publicando sus primeros relatos como un
adolescente precoz en 1941 y catapultándose a la fama con la novela
semi-autobiográfica de 1949 Confesiones de una máscara. Nunca se limitó a una
sola disciplina, escribiendo también poesía, obras de teatro modernas Noh y
Kabuki, ciencia ficción, pulp noir y volúmenes de crítica cultural.
Considerado
como el principal contendiente para convertirse en el primer autor japonés en
obtener el Premio Nobel de Literatura, fue derrotado en 1968 por su mentor,
Yasunari Kawabata. Se suicidó en 1970 en protesta por el fin del Japón tradicional pero
fue después de su muerte cuando alcanzó fama internacional. Mishima vivió, como
tantos japoneses de su generación, el embate de dos modelos de cultura: la
occidental y la propia y milenaria del Japón.
El muchacho que escribía poesía
[Cuento - Texto
completo.]
Poema tras poema
fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las
treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era
posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por
día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: “Una semana: Antología”.
Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra
“poemas” en la primera página. Abajo, escribió en inglés: “12th. 18th: May,
1940”.
Sus poemas empezaban
a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. “La algarabía es
por mis 15 años”. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido
cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir “es posible”, tenía que
decir siempre “sí”.
Estaba anémico de
tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La
poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo
aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir
sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba
el diccionario.
Cuando estaba en
éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía
encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles
esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del
mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se
maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un
arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud
que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura
del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de
madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa
ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial.
Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo
de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se
transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le
trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la
tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que
este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún
problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía
curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más
fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo
aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para
resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que
la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente
de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo
o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le
gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior.
Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una
imagen, si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién
nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del
cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los
objetos reales pero extraños que no podía transformar: “No hay poesía en eso”.
Una mañana en que
había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las
respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió
antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la
puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera.
Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba
alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su
espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro
y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa
soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de
lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior…
Cuando no caía
naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir
la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de
cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de
cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar
la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción
usaba palabras como “súplica”, “maldición” y “desdén”. El muchacho estaba en el
Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que
le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus
diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en
el “Diccionario de la literatura mundial”: En sus retratos no tenían
enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la
brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero
incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta
seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin
preocuparse.
Le gustaba el soneto
de Wilde, “La tumba de Keats”: “Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor
y la vida / aquí yace el más joven de los mártires”. Había algo sorprendente en
esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una
armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta.
Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer
imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio
cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete.
Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante.
Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El
suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más
satisfactoria de matarlo.
La poesía empezaba a
emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más
pasión en el suicidio.
En la reunión de la
mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una
pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. “Ya sabes de qué se
trata”, le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban
las manos.
El monitor, a la
espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas
muertas del “hibachi”. Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo “siéntese”,
cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la
revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y
sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:
-Hay dos tipos:
Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?
-¿Quiere decir
Schiller?
-Sí. No trate nunca
de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.
El muchacho salió
del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y
frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus
retratos. “No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más”.
El presidente del
Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a
protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba
un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada
en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un
Par. Se daba aires de un Villiers de l’Isle Adam, se sentía orgulloso del noble
linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la
tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición
privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.
Intercambiaban
largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas
llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental,
del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un
cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa
sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta
copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo,
un poema anterior.
El contenido de las
cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado
en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada
cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su
familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los
libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra
revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho
de quince se cansaban de este hábito.
Pero el muchacho
reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero
malestar que sabía que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la
realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le
daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo
muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca
caería sobre él.
¿Veré alguna vez la
fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La
vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No
se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la
juventud, bella para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba
la fealdad que descubría en sí mismo.
El muchacho estaba
cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que
proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba
el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba.
Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la
desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas
bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro,
pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era
necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El
muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad.
Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su
mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que
no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su
poesía a la palabra “genio”, y no podía creer que hubiera en él una carencia de
la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo “genio” y no
carencia.
No que fuera incapaz
de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos
que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena.
Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un
fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los
demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en
ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho.
Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los
estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había
un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro
verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho
ningún esfuerzo para reconocer el de R.
Se daba perfecta
cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la
ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las
escuelas tenían series de béisbol que llamaban los “Juegos de la Liga”. Cuando
la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían
vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus
sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. “¿Para qué sentirse triste?
¿Porque perdimos un partido de béisbol?” Le sorprendían esas caras llorosas,
tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su
sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás.
Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó
a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado.
Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la
naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento
ocurren en el alma.
No le remordía
cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era
esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había
oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que
tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de
su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no
había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba
que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los
arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras
premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las
combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran
estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición: “Las palabras”.
No que el muchacho
hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya.
Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en
el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y,
por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y
único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras
color y plenitud creativa.
El primer encuentro
entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual
con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por
lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado
con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía
al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida.
Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando
una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba
a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la
palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que
tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones.
Fue así como conoció todas las cosas: la “humillación”, la “agonía”, la
“desesperanza”, la “execración”, la “alegría del amor”, la “pena del desamor”.
Le hubiera sido
fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La
imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con
el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de
los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: “Eso es dolor, es algo que
conozco”.
Era una soleada
tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede
del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar
camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:
-Estaba esperando
que nos encontráramos. Charlemos.
Entraron al edificio
estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con
tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una
esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del
colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió
la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún
sin llave había que abrir a empujones.
El cuarto estaba
vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para
quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados
el muchacho empezó a hablar.
-Anoche vi un sueño
en colores.
(El muchacho se
imaginaba que los sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).
-Había una colina de
tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante,
hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre
arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que
el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente
frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y
brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado
hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más… Fue un sueño fantástico. Mis
sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué
querría decir un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?
R no parecía muy
interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no
tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había
aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo
escuchaba.
El afectado y alto
cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que
refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de
por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo
debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R
parecía manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio
había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca,
volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien
había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las
galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos
blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de
burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de
las manos y dijo:
-La verdad es que
hoy quería hablar contigo de algo.
-¿De qué?
-La verdad es… -R
vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo
terrible.
-¿Estás enamorado?
-preguntó fríamente el muchacho.
-Sí.
R explicó las
circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido
descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se
quedó mirando a R con los ojos desorbitados. “He aquí a alguien enamorado. Por
primera vez puedo ver el amor con mis ojos”. No era un bello espectáculo. Era
más bien desagradable.
La habitual
vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El
muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que
habían perdido algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera
confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un
valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una
persona enamorada era difícil de soportar.
Por fin halló unas
palabras de consuelo.
-Es terrible. Pero
estoy seguro que de ello saldrá un buen poema.
R respondió
débilmente:
-Este no es momento
para la poesía.
-¿Pero no es la
poesía una salvación en momentos como este?
La felicidad que
causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho.
Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa
felicidad.
-Las cosas no
funcionan así. Tú no comprendes todavía.
Esta frase hirió el
orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
-Pero si fueras un
verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?
-Goethe escribió el
Werther -respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo
porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar,
y que lo único que quedaba era el suicidio.
-Entonces, ¿por qué
no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no
se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?
-Porque era un
genio.
-Entonces…
El muchacho iba a
insistir en una pregunta más, pero ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente
a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar
esta noción para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, “Tú
no comprendes todavía”, lo había herido profundamente. A sus años no había nada
más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a
pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente:
“No es un genio. Se enamora”.
El amor de R era sin
duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para
adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y
Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours
como ejemplos del amor ilícito.
A medida que
escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni
un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido
previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital
que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por
qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender
este deseo de lo mediocre.
R parecía haberse
calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los
atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el
muchacho no se la podía imaginar.
-La próxima vez te
muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-:
Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa.
El muchacho se fijó
en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel
relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la
impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
-Es un cejudo -pensó
el muchacho. No le parecía nada hermoso. “Mi frente también es abultada”, se
dijo. “Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa”.
En ese momento el
muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que
siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula
impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la
convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó
que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en
la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo
estremecerse.
-¿En qué piensas?
-preguntó R, suavemente, como de costumbre.
El muchacho se
mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que
llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido
cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. “Algún día, tal
vez, yo también deje de escribir poesía”, pensó el muchacho por primera vez en
su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.
FIN
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