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Posted by BIBLIOTECA PABLO PALACIO in , | septiembre 03, 2021

Nació en el Ecuador (Guayaquil 8 de junio de 1898) de clase media; a sus escasos 4 años quedó huérfano de padres. Estudió en el colegio Vicente Rocafuerte hasta el tercer curso, habiendo sido reprobado justamente en poética y retórica. Admiraba a Rubén Darío, Víctor Hugo y Paúl Verlaine- quienes por medio de sus versos le ofrecían al joven escritor y poeta viajar por París, Italia y todas aquellas latitudes de ensueño que jamás logró pisar.

Además de poeta; fue escritor, músico y compositor, es considerado el mayor representante del modernismo en el mundo hispano. y en Ecuador es parte de la denominada generación decapitada, a la que pertenecen los escritores ecuatorianos: Dolores Ventimilla de Galindo, Ernesto Novoa Caamaño, Arturo Borja, Humberto Fierro y Medardo Ángel Silva, quienes eligieron la muerte voluntaria, poetas que sufrieron de una fatal enfermedad, sensibilidad exquisita e indefinida. Hombre pensador y filósofo, fascinante en sus letras se convirtió en redactor de Diario El Telégrafo, en donde publicó una de sus primeras composiciones primaverales.

"Cuando se es aún joven y se ha sufrido tanto,
Que lloran nuestras almas vejeces prematuras
Tienen los tristes ojos húmedos de llanto
y hay en los corazones, fríos de sepultura"…
 (Cuando se es aún joven).

Posteriormente, en 1915, inicia su primer libro de poesías, denominado El Árbol del bien y del mal, poniendo en sus primeras páginas su poema 'Investidura', culmina su primer libro de poesía con la selección 'Trompetas de Oro' (1918 _1919), en donde resalta sus poemas: 'La Aurora', 'La Anunciación', 'Bolívar y el Tiempo'.

Los motivos de su muerte quedarán en la especulación, pero dos días después de cumplir sus 21 años, el 10 de junio de 1919, terminó con su vida.

Lee algo de este inmortal escritor ecuatoriano:

Aniversario

Hoy cumpliré veinte años. Amargura sin nombre

de dejar de ser niño y empezar a ser hombre;

de razonar con lógica y proceder según

los Sanchos, profesores del sentido común.

 

Me son duros mis años y apenas si son veinte-

ahora se envejece tan prematuramente;

se vive tan de prisa, pronto se va tan lejos

que repentinamente nos encontramos viejos

en frente de las sombras, de espaldas a la aurora

y solos con la esfinge siempre interrogadora.

 

   ¡Oh madrugadas rosas, olientes a campiña

y a flor virgen; entonces estaba el alma niña

y el canto de la boca fluía de repente

y el reír sin motivo era cosa corriente!

 

Iba a la escuela por el más largo camino

tras dejar soñoliento la sábana de lino

y la cama bien tibia, cuyo recuerdo halaga

sólo al pensarlo ahora; aquel San Luis Gonzaga

de pupilas azules y rubia cabellera

que velaba los sueños desde la cabecera.

 

Aunque íbamos despacio, al fin la callejuela

acababa y estábamos enfrente de la escuela

con el "Mantilla" bien oculto bajo el brazo

y haciendo en el umbral mucho más lento el paso,

y entonces era el ver la calle más bonita,

más de oro el sol, más fresca la alegre mañanita.

 

Y después, en el aula con qué mirada inquieta

se observaban las huellas rojas de la palmeta

sonriendo , no sin cierto medroso escalofrío,

de la calva del dómine y su ceño sombrío.

 

   Pero, ¿quién atendía a las explicaciones?

Hay tanto que observar en los negros rincones

y, además, es mejor contemplar los gorriones

en los nidos, seguir el áureo derrotero

de un rayito de sol o el girar bullanguero

de un insecto vestido de seda rubia o una

mosca de vellos de oro y alas de color de luna.

 

El sol es el amigo más bueno de la infancia;

nos miente tantas cosas bellas a la distancia,

tiene un brillar tan lindo de onza nueva! Reparte

tan bien su oro que nadie se queda sin su parte;

y por él no atendíamos a las explicaciones.

 

 Ese brujo Aladino evocaba visiones

de las mil y una noches -de las mil maravillas-

y beodas de sueño nuestras almas sencillas

sin pensar, extendían sus manos suplicantes

como quien busca a tientas puñados de brillantes.

 

   Oh, los líricos tiempos de la gorra y la blusa

y de la cabellera rebelde que rehúsa

la armonía de aquellos peinados maternales,

cuando íbamos vestidos de ropa nueva a Misa

dominical, y pese a los serios rituales,

al ver al monaguillo soltábamos la risa.

 

Oh, los juegos con novias de traje a las rodillas,

los besos inocentes que se dan a hurtadillas

a la bebé amorosa de diez o doce años,

y los sedeños roces de los rizos castaños

y las rimas primeras y las cartas primeras

que motivan insomnios y producen ojeras.

 

 ¡Adolescencia mía! te llevas tantas cosas,

¡que dudo si ha de darme la juventud más rosas!,

¡y siento como nunca la tristeza sin nombre,

de dejar de ser niño y empezar a ser hombre!

 

Hoy no es la adolescente mirada y risa franca

sino el cansado gesto de precoz amargura,

y está el alma, que fuera una paloma blanca,

triste de tantos sueños y de tanta lectura...!

 

En la Biblioteca Pablo Palacio podrás encontrar más obras de este autor, tales como; Obra poética, Trompetas de oro y poesías escogidas.



 

Posted by BIBLIOTECA PABLO PALACIO in , | agosto 20, 2021

Escritor ecuatoriano (Guayaquil. 3 de septiembre de 1903 - 27 de febrero de 1941). Doctor en Jurisprudencia y profesor universitario. De tendencia socialista, creó una universidad popular en su ciudad natal y ocupó altos cargos en la Administración del país. También perteneció al grupo de Guayaquil, cuyo lema era "la realidad y nada más que la realidad". Su evolución literaria pasó de la novela rosa a la social, testimonial, aunque en sus argumentos siempre hay un lugar para los mitos y leyendas. En su última época mostró un gran interés por los análisis científicos en el campo de la etnografía.
Es uno de los más altos exponentes del Realismo Mágico (movimiento literario caracterizado por la inclusión de elementos fantásticos en la narración). Su primera obra la publicó en 1931, Repisas (narraciones breves), siguió Horno (cuentos, 1932), obra muy lírica sobre la situación de los montubios, los campesinos de la costa. En su novela Los Sangurimas (novela montubia ecuatoriana -1934) vuelve a tocar la misma situación en una historia de venganzas en las llanuras salvajes de Ecuador y está considerada su mejor obra. El montubio ecuatoriano (ensayo de presentación), publicado en 1938, desarrolla otra vez el tema, desde un punto de vista sociológico. Además publicó otras colecciones de cuentos Guasintón: relatos y crónicas (1938) y Los monos enloquecidos (1951 – obra inconclusa), y ensayos, entre ellos Doce siluetas (1934).

Lee algo de este inmortal escritor ecuatoriano:

La Caracola (fragmento)

"Como es de buena técnica comenzar presentando a los personajes, antes que nada describiré a la muchacha que se llamaba Perpetua o algo por el estilo. Para mis paisanos, con decir que era guayaquileña ya la he descrito brillantemente; pero, como quiero creer que me leerán incluso extranjeros, debo añadir que, además, era morena. Con esto sí me parece que es bastante.

El general José de San Martín creía lo mismo que yo; y así se lo expresaba a su amante guayaquileña, la ´Protectora´. Samuel Morales era dueño de una canoa vivandera, en la cual navegaba, en plan de comercio, por los ríos montuvios. Se le conocía venir, desde lejos, por el prolongado grito de su caracola, que sonaba como un cuerno de caza.

Las patronas ricas se agitaban en sus cocinas:

-Hay que renovar la provisión.

-Ahá.

-Harinas. Sobre todo, harinas. Y víveres serranos. Llámenlo.

-¿Para qué? Ya apegará. Siempre lo hace. En efecto. Jamás Samuel Morales dejaba siquiera de acercarse a alguna casa, por humilde que fuese.

Aquí decía:

-¿No se les ofrece nada?

-Nada, mismo.

El vendedor ambulante recitaba de corrido la retahila de sus artículos.

-Nada, don Morales; no queremos nada. Samuel Morales meditaba un momento. Luego, decía a la compradora remolona:

-Si necesita, lleve no más lo que sea, patrona. No importa que no tenga platita. Me pagará otra vez cuando mismo pueda...

Le compraban.

El conocía a su gente miserable, a su gente ´que no tenía platita´.

Por supuesto que cobraba después, casi siempre. No sabía leer. Contaba, apenas. Pero tenia una memoria maravillosa:

-¿Se acuerda, doña Angelita? El día del aguacero grande del mes pasado, le dejé...

Y seguía una lista de menudencias, con precios en centavos y medios centavos. Mas, no exigía. Cuando advertía que era menester, daba más crédito, todavía:

-Lleve, no más. Me pagará cuando venda el arroz. No se preocupe. Referíase a que, en ocasiones, hasta ayudaba a sus clientes con pequeños préstamos y, en toda forma que le era factible.

Cierta vez, la viuda Moreno, que le debía diez sucres, lo llamó:

-¿Podría dejarme, don Samuel, cuatro velitas?

-¿Y comida? ¿No quiere comida?

-No; sólo las velitas.

-¿Y para qué, ah? ¿Para qué?

La viuda se echó a llorar. Morales subió a la casa. En media sala, en el piso de tablas, estaba tendido un cadáver infantil.

La viuda explicaba absurdamente:

-Se me murió, ¿Sabe? ¡era mi hijo y se me murió! Y necesito cuatro velitas. ¡Le pagaré lo más breve!

Samuel Morales bajó hasta su canoa. Volvió luego con un paquete de cirios y unas varas de tela blanca.

-Aquí están las velas, señora. No le cuestan nada, mismo. Y este rúan... P el ataucito, ¿sabe?

Así era Samuel Morales, comerciante montuvio.

Sólo en las novelas el amor principia desde un límite fijo y determinado. En la vida real, la cuestión sucede de manera distinta. Va naciendo sin saberse cómo. Se va formando -eso es- como las nubes tupidas en el cielo claro; empieza claro; empieza por ser apenas una mancha turbia contra el azul hasta preñarse de negrura y de amenaza.

Nadie podría decir, y mucho menos ellos mismos, pues jamás supieron exactamente si se amaban; nadie podría decir, ni siquiera las bravias comadres de la orilla, cómo se iniciaron los amores de Samuel Morales y la muchacha guayaquileña.

Ella pasaba vacaciones en la hacienda de unos parientes -´El Tesoro´- en las riberas del Vinces.

El frecuentaba aquellas zonas con su canoa vivandera, anunciando su ambulante comercio con el canto de la caracola.

Desde Vuelta Perdida -una curva inútil del río-, Samuel Morales sonaba su caracola. Se detenía en el muelle de la hacienda, y negociaba con las gentes de ´El Tesoro´. Luego se alejaba a remo lento. En la Vuelta de los Tamarindos, hacia el norte, antes de perderse detrás de los árboles solemnes, sonaba otra vez la caracola.

Ella, asomada en la gran galería de la casa, lo miraba. Volvía él luego por la noche, hacia el sur, para rehacer su camino en la mañana. Y esto ocurría cada día.

En propiedad, aquí cabria concluir la historia de estos vagos amores, en los que no acaeció nada de extraordinario. Más, como también es de buena técnica anular incidentes en la narración antes de arribar al desenlace, procuraré recordar alguno y relatarlo.

Cierta ocasión ella se sentiría un poco niña. Lo era, después de todo, con sus diecisiete años alocados, sus trajes de organdí y su melena en alboroto. Quizó comer caramelos de color, y bajó hasta la rambla a comprarlos de la canoa vivandera.

Samuel Morales sintió algo muy extraño en su cuerpo y en su espíritu, al contemplarla tan cerca de él. Habría querido no recibir la moneda que le extendía; pero, no juzgó prudente hacerlo. Se desquitó entregándole más caramelos de la cuenta: del doble, el triple del valor de la compra. Luego, de improviso, le inquirió:

-Usted, señorita, ¿sabe nadar?

Ella contestó que sí, que sí sabía nadar y agregó:

-¿Por qué me lo pregunta?

El apenas supo responder:

-Por nada; vea; por nada.

-Ah...

Pero, Samuel Morales mentía. Era que ahora sentía su corazón heroico, vibrante en un hazañoso impulso irrefrenable. Le hubiera gustado, por ejemplo, que ella no supiese nadar y resbalara al rio... El la habría salvado entre los brazos fornidos, oprimiéndola contra su ancho pecho de remero. Usted regresa de noche, señor, para volver de mañana, ¿no?

-Así es.

-¿Y por qué no suena la caracola?

Nada impidió que él le dijera entonces:

-La sonaré... despacito... para que usted me oiga, no más.

Ella sonrió levemente.

A Samuel Morales le pareció en ese momento que su canoa no se balanceaba en las sucias ondas del Vinces, sino en verdosas aguas de Kananga, su olor favorito.

Desde aquella ocasión, cada noche sonaba su caracola en la Vuelta de los Tamarindos y en la Vuelta Perdida, al rehacer el camino. Ella, desde su cama, bajo el toldo que la defendía de los mosquitos y de los primos resbaladizos, lo escuchaba y, medio dormida, sonreía. Así transcurrieron los meses hasta que la muchacha porteña que se llamaba Perpetua o algo por el estilo, dejó la hacienda para reintegrarse a su colegio de Guayaquil.

Por supuesto, en el río Vinces ha seguido sonando la caracola de Samuel Morales.

Pero ahora su canto es triste, como el de las valdivias, que anuncian la muerte bajo la noche medrosa.

La muchacha no volvió jamás a ´El Tesoro´. Seguramente se habrá casado y tendrá un rondador de chiquitines. Pero hasta mucho tiempo después de su estada en la hacienda, hasta cinco años después, para ser preciso, cada vez que se sentía tomada de melancolía, imitaba con su voz virginal, el canto de la caracola navegante.

Era curioso constatar que ello le traía una plácida consolación. Esta fue la historia de amor que no quisieron entenderme mis paisanos de Pueblo Viejo, minúscula aldea pérdida en el agro montubio. "

En la Biblioteca Pablo Palacio podrás encontrar más obras de este autor, tales como; Obras completas, El montubio ecuatoriano, Los Sangurimas y los cuentos Guásinton, Banda de pueblo, Chumbote, La tigra, Doce relatos, Los monos enloquecidos.

Posted by BIBLIOTECA PABLO PALACIO in , | agosto 16, 2021




Sueño de lobos - Abdón Ubidia

Sueño de lobos es una cartografía del desencanto, la historia de un hombre (de una ciudad, de un país, de un mundo) cualquiera, que, desorientado y confuso, vaga por la urbanidad. Los proyectos revolucionarios de los sesenta, guardados hoy en día entre bolitas de alcanfor, empapan la novela de los idearios y esperanzas de aquélla época. Ganadora del Premio Nacional de Literatura de Ecuador y declarada mejor libro de 1986, Sueño de lobos ha alcanzado ya numerosas ediciones y traducciones.

Solicítalo en la Biblioteca  EC863 / U15s

 


La lejanía del tesoro - Paco Ignacio Taibo

Una extraordinaria novela sobre la guerra contra el imperio de Maximiliano. No sabía el presidente trashumante de México, Benito Juárez, ni su compañero de fuga y fino cronista Guillermo Prieto, los líos que habría de desencadenar aquel ataque de los traidores en un pueblo perdido de Durango, mientras huían de imperiales y franceses. No sabía el guerrillero y poeta Vicente Riva Palacio (además de fiero, importador del saxofón) la cacería que contra él había de desatarse por haber salido de Puebla una noche al mando de las caballerías. No sabía el general Escobedo que cruzaría países como si fueran charcos... Nadie sabía, pero todos hablaban del tesoro.

Solicítalo en la Biblioteca  M863 / T129l

 


Cuentos de la risa del horror – Virgilio Piñera

Lo absurdo, lo irónico, lo terrorífico, lo inimaginable, lo temible... todas estas condiciones reúne el libro de cuentos del narrador Virgilio Piñera, recientemente editado. Fallecido hace 15 años, este cubano hizo carrera en el manejo del humor negro, en el género del cuento.

Solicítalo en la Biblioteca  CU863 / P615c

 


Misericordia - Benito Pérez Galdós

Misericordia es una de las novelas espiritualistas de Benito Pérez Galdós. Estas novelas, influidas por el realismo ruso, se centran en el mundo interior de sus personajes y en valores como la caridad, encarnados en individuos de enorme grandeza moral pese a su condición humilde.

Solicítalo en la Biblioteca  863 / P444m

 


El péndulo de Foucault - Umberto Eco

Una novela mágica sobre la magia, una novela misteriosa sobre el secreto y sobre la creatividad de la ficción, una novela agitada, una novela luminosa sobre un mundo subterráneo. Umberto Eco cambió nuestra mirada sobre los libros: imprescindibles, pequeños, frágiles, a veces criminales, casi siempre salvadores.

Solicítalo en la Biblioteca  853 / E192p



Aventuras de un cadáver – Robert L. Stevenson

Las tribulaciones de unos competidores a la caza de una herencia constituyen la base de esta apasionante novela donde la rápida sucesión de acontecimientos, acompañada de un exquisito humor, mantendrá al lector en vilo. Stevenson nos sorprende una vez más con su maestría para narrar la aventura. Su escritura borra los límites entre la realidad y la fantasía para confundir las imágenes con sus sombras: todo es posible en el terreno del azar.

Link de Descarga: 

https://freeditorial.com/es/books/aventuras-de-un-cadaver



Divertinventos: libro de fantasías y utopías -  Ubidia, Abdón

 El volumen recoge once relatos fantásticos. Fábricas de verdades, espejos que retienen imágenes, mujeres que rejuvenecen, orquestas que tocan músicas silenciosas, relojes que miden otra dimensión del tiempo, libros comestibles, son algunos de sus temas

Solicítalo en la Biblioteca  EC863 / U15d / Ej.1


Las sirenas de Bagdad – Yasmina Khadra

En medio del animado bullicio de Beirut, un joven estudiante iraquí aguarda el momento para saldar sus cuentas con el mundo. Recuerda cómo la ocupación norteamericana le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra lo invadió todo. A partir de ahí, la muerte, la humillación, la sed de venganza, una Bagdad sumida en la ruina, la corrupción, la inseguridad... Atormentado, es una presa fácil de las tramas integristas.

Solicítalo en la Biblioteca  A892.73 / K451s / Ej.1


La perla y otros cuentos – Mishima, Yukio

Novelista, ensayista, dramaturgo, Yukio Mishima exploró también con fortuna el género del relato. El presente volumen reúne una excelente selección, que es a la vez un muestrario representativo de las principales inquietudes del autor. La radical dificultad de las relaciones humanas, la obsesión por la muerte, la ambigüedad sexual, la espiritualidad y la distorsión general propia de un país sumamente tradicional zarandeado por su adaptación al vertiginoso siglo xx son los principales referentes que podemos hallar en las diez narraciones que integran La perla y otros cuentos.

Solicítalo en la Biblioteca  895.63 / M678pe / Ej.1



Escucha mi voz - Susanna Tamaro

Marta, la joven rebelde de Donde el corazón te lleve, regresa a la casa de Trieste donde creció junto a su abuela. Un día, desorientada y sola, sube al desván, donde encuentra las huellas de las dos personas más importantes de su vida: su padre y su madre. Entre baúles, cartas y cuadernos amarillentos recompone las piezas de un mosaico generacional y emprende un viaje hacia los orígenes de su fragilidad.

Durante su búsqueda, Marta rescatará la historia de sus seres queridos, pero también descubrirá las raíces más profundas de su inquietud. Conseguirá entonces reconciliarse con los secretos y los fantasmas que la acechan desde el pasado, y, por encima de todo, logrará encontrarse a sí misma, en un despertar a la esperanza.

Solicítalo en la Biblioteca  853 / T153e

                                                    


Amordazada - Sophie Girard

Tres mejores amigas que se enamoran por primera vez. Tres experiencias totalmente diferentes, a través de las cuales las jóvenes descubren que el amor puede darles alas, pero también cortárselas.

Entre amigas todo puede hablarse. Eso pensaba Matilde antes de conocer a Simón, un muchacho con quien las cosas iban muy bien pero que, con el tiempo, comenzó a ejercer un profundo control sobre ella. El romance se convierte en un juego de poder y la única salida para ella, parece ser el silencio.

Solicítalo en la Biblioteca  C813 / G517mz


Lo inextinguible - Jakk Cabrera Plaza

Lo inextinguible es el amor, el recuerdo, la pérdida. Trata de un hombre con desajustes mentales que rememora un conflicto de juventud con dos mujeres; eso le va contando a su hermano muerto, sombra obsesiva en el relato. El drama empuja hacia un final sospechado, pero no por eso menos perturbador. En cuanto a la escritura su mayor valor está en el fraseo inesperado, sentencioso, poético, cargado de imágenes oscuras e impactantes.

Solicítalo en la Biblioteca  EC863 / C117nx


El mar que nos trajo - Griselda Gambaro

Un hombre recién casado viaja desde una Italia en guerra hacia América, junto a tantos otros inmigrantes, en busca de un horizonte mejor. Buenos Aires es promesa de trabajo y de futuro. A comienzos del siglo XX, las historias circulan, y tienen como protagonistas a los más desafortunados: pobres, migrantes, marginados. Todos ellos se reúnen en el escenario de Buenos Aires, a donde llegan las nuevas ideas políticas, como el anarquismo, las tradiciones cotidianas y las tragedias familiares.

Solicítalo en la Biblioteca  A863 / G188ma


Gracias por el fuego - Mario Benedetti

Publicada en nueve idiomas, prohibida tras el golpe de 1973 en Uruguay y más tarde en la Argentina, esta novela de Mario Benedetti narra el conflicto de una generación que quiso acabar con la corrupción y el conformismo.

Esta obra trabaja sobre la reflexión de la profunda crisis de un país que se debate entre ser y parecer; ser un foco de corrupción encarnado en la figura del empresario de prensa, magnate y político Edmundo Budiño y querer parecer la Suiza americana.

Gracias por el fuego es una historia de ignominia y de muerte, a la vez que la crónica de una impotencia colectiva: el inventario de una crisis moral y la valentía para denunciarla.

Solicítalo en la Biblioteca  U863 / B469gf









Posted by BIBLIOTECA PABLO PALACIO in | julio 11, 2021

 

      Datos que quizá no sabías de Pablo Neruda a 117 años de su nacimiento
"El más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma". Así definió Gabriel García Márquez al poeta chileno y Premio Nobel de Literatura en 1971, Pablo Neruda.
·    Neruda nació en Parral el 12 de julio de 1904 y falleció el 23 de septiembre de 1973, a la edad de 69 años.
 
·    Su verdadero nombre es Ricardo Eliezer Neftalí Reyes Basoalto. La primera vez que utilizó el seudónimo de Pablo Neruda fue en octubre de 1920.
 
·    Sus libros están traducidos a más de 35 lenguas, incluyendo los principales idiomas del mundo.
 
·    Su primera obra fue autofinanciada, "Crepusculario" fue publicado en 1923, cuando el poeta contaba con sólo 19 años de edad. La obra motivó una inmediata atención del público y la crítica, siendo elogiado, entre otros, por Pedro Prado, Raúl Silva Castro y Alone.
Fue el propio Neruda quien costeó la impresión de Crepusculario, debiendo poner en ello algo más que dinero y voluntad. Lo recuerda así en sus memorias:
 
 «En 1923 se publicó ese mi primer libro: Crepusculario. Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro. “No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes pagármelo todo”. El crítico Alone pagó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría.»(Confieso que he vivido, Memorias).

·     Militante del Partido Comunista (PC), fue senador de la República por Tarapacá y Antofagasta desde 1945 a 1948.
 
·     Neruda se casó tres veces. Sus esposas fueron María Antonieta Hagenaar, Delia del Carril y Matilde Urrutia.
 
·    El poeta murió en la ciudad de Santiago el día 23 de septiembre de 1973, a causa de cáncer. Sin embargo, una versión no oficial señala que las declaraciones de Manuel Araya Osorio, su asistente desde noviembre de 1972 hasta su muerte, afirman que Neruda había sido asesinado en una clínica con una inyección. Además de que se comprobó que su casa había sido saqueada después del golpe de estado en Chile por el general Augusto Pinochet; así mismo, la mayoría de los libros de su biblioteca fueron quemados.
 
·      Para conmemorar a Pablo en el año 2015, se le fue otorgado en su memoria un film que se inspiró en su vida, teniendo por nombre Neruda fugitivo dirigido por Manuel Basoalto.

Lee un poco de este inmortal poeta, de Cien sonetos de amor.

[Poema - Texto completo.]

Soneto XXXVI 

Corazón mío, reina del apio y de la artesa:

pequeña leoparda del hilo y la cebolla:

me gusta ver brillar tu imperio diminuto,

las armas de la cera, del vino, del aceite,

del ajo, de la tierra por tus manos abierta

de la sustancia azul encendida en tus manos,

de la transmigración del sueño a la ensalada,

del reptil enrollado en la manguera.

Tú con tu podadora levantando el perfume,

tú, con la dirección del jabón en la espuma,

tú, subiendo mis locas escalas y escaleras,

tú, manejando el síntoma de mi caligrafía

y encontrando en la arena del cuaderno

las letras extraviadas que buscaban tu boca.

En la Biblioteca Pablo Palacio podrás encontrar más obras de este autor, tales como: Selección de poemas 1925-1952, Cien sonetos de amor. Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Para nacer he nacido, Confieso que he vivido: Memorias, Incitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución Chilena. 






Posted by BIBLIOTECA PABLO PALACIO in | junio 30, 2021

Kimitake Hiraoka, nombre original, nació en Tokio un 14 de enero del año 1925; los primeros años estuvo bajo la influencia de su abuela Natsu, quien lo alejó de sus padres y tenía una inclinación violenta. Estaba vinculada a los samuráis y le supo transmitir su pasión por el teatro.

Desde temprana edad demuestra su interés por la lectura y la escritura, sin embargo, su padre se opondrá a su carrera de escritor y lo enviará a estudiar derecho, carrera de la que se graduará en la universidad de Tokio.

Mishima alcanzó pronto la fama como escritor, publicando sus primeros relatos como un adolescente precoz en 1941 y catapultándose a la fama con la novela semi-autobiográfica de 1949 Confesiones de una máscara. Nunca se limitó a una sola disciplina, escribiendo también poesía, obras de teatro modernas Noh y Kabuki, ciencia ficción, pulp noir y volúmenes de crítica cultural.

Considerado como el principal contendiente para convertirse en el primer autor japonés en obtener el Premio Nobel de Literatura, fue derrotado en 1968 por su mentor, Yasunari Kawabata. Se suicidó en 1970 en protesta por el fin del Japón tradicional pero fue después de su muerte cuando alcanzó fama internacional. Mishima vivió, como tantos japoneses de su generación, el embate de dos modelos de cultura: la occidental y la propia y milenaria del Japón.

 

El muchacho que escribía poesía

[Cuento - Texto completo.]

Poema tras poema fluía de su pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una semana que estuvo enfermo en cama, compuso: “Una semana: Antología”. Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra “poemas” en la primera página. Abajo, escribió en inglés: “12th. 18th: May, 1940”.

Sus poemas empezaban a llamar la atención de los estudiantes de los últimos años. “La algarabía es por mis 15 años”. Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir “es posible”, tenía que decir siempre “sí”.

Estaba anémico de tanto masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día estudiaba el diccionario.

 

Cuando estaba en éxtasis, un mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar. El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.

Cuando el mundo se transformaba así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.

Venía la poesía para resguardar sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.

Al muchacho no le gustaba escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen, si en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo, se aburría al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero extraños que no podía transformar: “No hay poesía en eso”.

Una mañana en que había previsto las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La armonía entre el mundo exterior y su ser interior…

 

Cuando no caía naturalmente en ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.

Sin la menor emoción usaba palabras como “súplica”, “maldición” y “desdén”. El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas sobre los poetas románticos en el “Diccionario de la literatura mundial”: En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos eran jóvenes y bellos.

Le interesaba la brevedad de las vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.

Le gustaba el soneto de Wilde, “La tumba de Keats”: “Despojado de la vida cuando eran nuevos el amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires”. Había algo sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas. Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.

Le causaba placer imaginar largas elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria de matarlo.

La poesía empezaba a emperezar su espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el suicidio.

En la reunión de la mañana el monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más severa que ser llamado a la oficina del maestro. “Ya sabes de qué se trata”, le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le temblaban las manos.

El monitor, a la espera del muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del “hibachi”. Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo “siéntese”, cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:

-Hay dos tipos: Schilla y Goethe. Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?

 

-¿Quiere decir Schiller?

-Sí. No trate nunca de convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.

El muchacho salió del cuarto del monitor y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. “No me gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más”.

El presidente del Club Literario, un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.

R era hijo de un Par. Se daba aires de un Villiers de l’Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.

Intercambiaban largas cartas todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema anterior.

El contenido de las cartas era trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia, las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos, y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se cansaban de este hábito.

Pero el muchacho reconocía en las cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.

¿Veré alguna vez la fealdad? El muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que descubría en sí mismo.

El muchacho estaba cautivado por la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario que alguien bello hiciera cosas bellas?

¿Necesario? El muchacho se hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la palabra “genio”, y no podía creer que hubiera en él una carencia de la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo “genio” y no carencia.

No que fuera incapaz de criticar sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.

Los elogios de los demás le encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para reconocer el de R.

Se daba perfecta cuenta de que el premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían series de béisbol que llamaban los “Juegos de la Liga”. Cuando la Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. “¿Para qué sentirse triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?” Le sorprendían esas caras llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad, pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento ocurren en el alma.

No le remordía cantar lo que no había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente. No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y arbitraria definición: “Las palabras”.

No que el muchacho hubiera llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y, por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras color y plenitud creativa.

El primer encuentro entre nuestro mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida. Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así como conoció todas las cosas: la “humillación”, la “agonía”, la “desesperanza”, la “execración”, la “alegría del amor”, la “pena del desamor”.

Le hubiera sido fácil recurrir a la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el menor dolor se susurraba: “Eso es dolor, es algo que conozco”.

Era una soleada tarde de mayo. Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a casa. Se encontró con R, quien le dijo:

-Estaba esperando que nos encontráramos. Charlemos.

Entraron al edificio estilo cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había que abrir a empujones.

El cuarto estaba vacío. Con el habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.

 

Cuando ya estaban instalados el muchacho empezó a hablar.

-Anoche vi un sueño en colores.

(El muchacho se imaginaba que los sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).

-Había una colina de tierra roja. La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo lejos, hasta que no pude verlo más… Fue un sueño fantástico. Mis sueños son muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?

R no parecía muy interesado. Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.

El afectado y alto cuello del uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía manifestarse en su nariz.

Sobre el escritorio había unas viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y dijo:

-La verdad es que hoy quería hablar contigo de algo.

-¿De qué?

-La verdad es… -R vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.

-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.

-Sí.

R explicó las circunstancias. Se había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R con los ojos desorbitados. “He aquí a alguien enamorado. Por primera vez puedo ver el amor con mis ojos”. No era un bello espectáculo. Era más bien desagradable.

La habitual vitalidad de R había desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada era difícil de soportar.

Por fin halló unas palabras de consuelo.

-Es terrible. Pero estoy seguro que de ello saldrá un buen poema.

R respondió débilmente:

-Este no es momento para la poesía.

-¿Pero no es la poesía una salvación en momentos como este?

La felicidad que causa la creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.

-Las cosas no funcionan así. Tú no comprendes todavía.

Esta frase hirió el orgullo del muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.

-Pero si fueras un verdadero poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?

-Goethe escribió el Werther -respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo único que quedaba era el suicidio.

-Entonces, ¿por qué no se suicidó Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó? ¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?

-Porque era un genio.

-Entonces…

El muchacho iba a insistir en una pregunta más, pero ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción para defenderse se apoderó de él.

La frase de R, “Tú no comprendes todavía”, lo había herido profundamente. A sus años no había nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su mente: “No es un genio. Se enamora”.

El amor de R era sin duda verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos del amor ilícito.

A medida que escuchaba, el muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto, todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste. El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este deseo de lo mediocre.

R parecía haberse calmado con sus palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la podía imaginar.

-La próxima vez te muestro su retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que mi frente era realmente muy hermosa.

El muchacho se fijó en la frente de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.

-Es un cejudo -pensó el muchacho. No le parecía nada hermoso. “Mi frente también es abultada”, se dijo. “Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa”.

En ese momento el muchacho tuvo la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.

El muchacho pensó que también él, quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.

-¿En qué piensas? -preguntó R, suavemente, como de costumbre.

El muchacho se mordió los labios y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. “Algún día, tal vez, yo también deje de escribir poesía”, pensó el muchacho por primera vez en su vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.

 

FIN

 

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