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Posted by BIBLIOTECA PABLO PALACIO in , | septiembre 03, 2021

Nació en el Ecuador (Guayaquil 8 de junio de 1898) de clase media; a sus escasos 4 años quedó huérfano de padres. Estudió en el colegio Vicente Rocafuerte hasta el tercer curso, habiendo sido reprobado justamente en poética y retórica. Admiraba a Rubén Darío, Víctor Hugo y Paúl Verlaine- quienes por medio de sus versos le ofrecían al joven escritor y poeta viajar por París, Italia y todas aquellas latitudes de ensueño que jamás logró pisar.

Además de poeta; fue escritor, músico y compositor, es considerado el mayor representante del modernismo en el mundo hispano. y en Ecuador es parte de la denominada generación decapitada, a la que pertenecen los escritores ecuatorianos: Dolores Ventimilla de Galindo, Ernesto Novoa Caamaño, Arturo Borja, Humberto Fierro y Medardo Ángel Silva, quienes eligieron la muerte voluntaria, poetas que sufrieron de una fatal enfermedad, sensibilidad exquisita e indefinida. Hombre pensador y filósofo, fascinante en sus letras se convirtió en redactor de Diario El Telégrafo, en donde publicó una de sus primeras composiciones primaverales.

"Cuando se es aún joven y se ha sufrido tanto,
Que lloran nuestras almas vejeces prematuras
Tienen los tristes ojos húmedos de llanto
y hay en los corazones, fríos de sepultura"…
 (Cuando se es aún joven).

Posteriormente, en 1915, inicia su primer libro de poesías, denominado El Árbol del bien y del mal, poniendo en sus primeras páginas su poema 'Investidura', culmina su primer libro de poesía con la selección 'Trompetas de Oro' (1918 _1919), en donde resalta sus poemas: 'La Aurora', 'La Anunciación', 'Bolívar y el Tiempo'.

Los motivos de su muerte quedarán en la especulación, pero dos días después de cumplir sus 21 años, el 10 de junio de 1919, terminó con su vida.

Lee algo de este inmortal escritor ecuatoriano:

Aniversario

Hoy cumpliré veinte años. Amargura sin nombre

de dejar de ser niño y empezar a ser hombre;

de razonar con lógica y proceder según

los Sanchos, profesores del sentido común.

 

Me son duros mis años y apenas si son veinte-

ahora se envejece tan prematuramente;

se vive tan de prisa, pronto se va tan lejos

que repentinamente nos encontramos viejos

en frente de las sombras, de espaldas a la aurora

y solos con la esfinge siempre interrogadora.

 

   ¡Oh madrugadas rosas, olientes a campiña

y a flor virgen; entonces estaba el alma niña

y el canto de la boca fluía de repente

y el reír sin motivo era cosa corriente!

 

Iba a la escuela por el más largo camino

tras dejar soñoliento la sábana de lino

y la cama bien tibia, cuyo recuerdo halaga

sólo al pensarlo ahora; aquel San Luis Gonzaga

de pupilas azules y rubia cabellera

que velaba los sueños desde la cabecera.

 

Aunque íbamos despacio, al fin la callejuela

acababa y estábamos enfrente de la escuela

con el "Mantilla" bien oculto bajo el brazo

y haciendo en el umbral mucho más lento el paso,

y entonces era el ver la calle más bonita,

más de oro el sol, más fresca la alegre mañanita.

 

Y después, en el aula con qué mirada inquieta

se observaban las huellas rojas de la palmeta

sonriendo , no sin cierto medroso escalofrío,

de la calva del dómine y su ceño sombrío.

 

   Pero, ¿quién atendía a las explicaciones?

Hay tanto que observar en los negros rincones

y, además, es mejor contemplar los gorriones

en los nidos, seguir el áureo derrotero

de un rayito de sol o el girar bullanguero

de un insecto vestido de seda rubia o una

mosca de vellos de oro y alas de color de luna.

 

El sol es el amigo más bueno de la infancia;

nos miente tantas cosas bellas a la distancia,

tiene un brillar tan lindo de onza nueva! Reparte

tan bien su oro que nadie se queda sin su parte;

y por él no atendíamos a las explicaciones.

 

 Ese brujo Aladino evocaba visiones

de las mil y una noches -de las mil maravillas-

y beodas de sueño nuestras almas sencillas

sin pensar, extendían sus manos suplicantes

como quien busca a tientas puñados de brillantes.

 

   Oh, los líricos tiempos de la gorra y la blusa

y de la cabellera rebelde que rehúsa

la armonía de aquellos peinados maternales,

cuando íbamos vestidos de ropa nueva a Misa

dominical, y pese a los serios rituales,

al ver al monaguillo soltábamos la risa.

 

Oh, los juegos con novias de traje a las rodillas,

los besos inocentes que se dan a hurtadillas

a la bebé amorosa de diez o doce años,

y los sedeños roces de los rizos castaños

y las rimas primeras y las cartas primeras

que motivan insomnios y producen ojeras.

 

 ¡Adolescencia mía! te llevas tantas cosas,

¡que dudo si ha de darme la juventud más rosas!,

¡y siento como nunca la tristeza sin nombre,

de dejar de ser niño y empezar a ser hombre!

 

Hoy no es la adolescente mirada y risa franca

sino el cansado gesto de precoz amargura,

y está el alma, que fuera una paloma blanca,

triste de tantos sueños y de tanta lectura...!

 

En la Biblioteca Pablo Palacio podrás encontrar más obras de este autor, tales como; Obra poética, Trompetas de oro y poesías escogidas.



 

Posted by BIBLIOTECA PABLO PALACIO in , | agosto 20, 2021

Escritor ecuatoriano (Guayaquil. 3 de septiembre de 1903 - 27 de febrero de 1941). Doctor en Jurisprudencia y profesor universitario. De tendencia socialista, creó una universidad popular en su ciudad natal y ocupó altos cargos en la Administración del país. También perteneció al grupo de Guayaquil, cuyo lema era "la realidad y nada más que la realidad". Su evolución literaria pasó de la novela rosa a la social, testimonial, aunque en sus argumentos siempre hay un lugar para los mitos y leyendas. En su última época mostró un gran interés por los análisis científicos en el campo de la etnografía.
Es uno de los más altos exponentes del Realismo Mágico (movimiento literario caracterizado por la inclusión de elementos fantásticos en la narración). Su primera obra la publicó en 1931, Repisas (narraciones breves), siguió Horno (cuentos, 1932), obra muy lírica sobre la situación de los montubios, los campesinos de la costa. En su novela Los Sangurimas (novela montubia ecuatoriana -1934) vuelve a tocar la misma situación en una historia de venganzas en las llanuras salvajes de Ecuador y está considerada su mejor obra. El montubio ecuatoriano (ensayo de presentación), publicado en 1938, desarrolla otra vez el tema, desde un punto de vista sociológico. Además publicó otras colecciones de cuentos Guasintón: relatos y crónicas (1938) y Los monos enloquecidos (1951 – obra inconclusa), y ensayos, entre ellos Doce siluetas (1934).

Lee algo de este inmortal escritor ecuatoriano:

La Caracola (fragmento)

"Como es de buena técnica comenzar presentando a los personajes, antes que nada describiré a la muchacha que se llamaba Perpetua o algo por el estilo. Para mis paisanos, con decir que era guayaquileña ya la he descrito brillantemente; pero, como quiero creer que me leerán incluso extranjeros, debo añadir que, además, era morena. Con esto sí me parece que es bastante.

El general José de San Martín creía lo mismo que yo; y así se lo expresaba a su amante guayaquileña, la ´Protectora´. Samuel Morales era dueño de una canoa vivandera, en la cual navegaba, en plan de comercio, por los ríos montuvios. Se le conocía venir, desde lejos, por el prolongado grito de su caracola, que sonaba como un cuerno de caza.

Las patronas ricas se agitaban en sus cocinas:

-Hay que renovar la provisión.

-Ahá.

-Harinas. Sobre todo, harinas. Y víveres serranos. Llámenlo.

-¿Para qué? Ya apegará. Siempre lo hace. En efecto. Jamás Samuel Morales dejaba siquiera de acercarse a alguna casa, por humilde que fuese.

Aquí decía:

-¿No se les ofrece nada?

-Nada, mismo.

El vendedor ambulante recitaba de corrido la retahila de sus artículos.

-Nada, don Morales; no queremos nada. Samuel Morales meditaba un momento. Luego, decía a la compradora remolona:

-Si necesita, lleve no más lo que sea, patrona. No importa que no tenga platita. Me pagará otra vez cuando mismo pueda...

Le compraban.

El conocía a su gente miserable, a su gente ´que no tenía platita´.

Por supuesto que cobraba después, casi siempre. No sabía leer. Contaba, apenas. Pero tenia una memoria maravillosa:

-¿Se acuerda, doña Angelita? El día del aguacero grande del mes pasado, le dejé...

Y seguía una lista de menudencias, con precios en centavos y medios centavos. Mas, no exigía. Cuando advertía que era menester, daba más crédito, todavía:

-Lleve, no más. Me pagará cuando venda el arroz. No se preocupe. Referíase a que, en ocasiones, hasta ayudaba a sus clientes con pequeños préstamos y, en toda forma que le era factible.

Cierta vez, la viuda Moreno, que le debía diez sucres, lo llamó:

-¿Podría dejarme, don Samuel, cuatro velitas?

-¿Y comida? ¿No quiere comida?

-No; sólo las velitas.

-¿Y para qué, ah? ¿Para qué?

La viuda se echó a llorar. Morales subió a la casa. En media sala, en el piso de tablas, estaba tendido un cadáver infantil.

La viuda explicaba absurdamente:

-Se me murió, ¿Sabe? ¡era mi hijo y se me murió! Y necesito cuatro velitas. ¡Le pagaré lo más breve!

Samuel Morales bajó hasta su canoa. Volvió luego con un paquete de cirios y unas varas de tela blanca.

-Aquí están las velas, señora. No le cuestan nada, mismo. Y este rúan... P el ataucito, ¿sabe?

Así era Samuel Morales, comerciante montuvio.

Sólo en las novelas el amor principia desde un límite fijo y determinado. En la vida real, la cuestión sucede de manera distinta. Va naciendo sin saberse cómo. Se va formando -eso es- como las nubes tupidas en el cielo claro; empieza claro; empieza por ser apenas una mancha turbia contra el azul hasta preñarse de negrura y de amenaza.

Nadie podría decir, y mucho menos ellos mismos, pues jamás supieron exactamente si se amaban; nadie podría decir, ni siquiera las bravias comadres de la orilla, cómo se iniciaron los amores de Samuel Morales y la muchacha guayaquileña.

Ella pasaba vacaciones en la hacienda de unos parientes -´El Tesoro´- en las riberas del Vinces.

El frecuentaba aquellas zonas con su canoa vivandera, anunciando su ambulante comercio con el canto de la caracola.

Desde Vuelta Perdida -una curva inútil del río-, Samuel Morales sonaba su caracola. Se detenía en el muelle de la hacienda, y negociaba con las gentes de ´El Tesoro´. Luego se alejaba a remo lento. En la Vuelta de los Tamarindos, hacia el norte, antes de perderse detrás de los árboles solemnes, sonaba otra vez la caracola.

Ella, asomada en la gran galería de la casa, lo miraba. Volvía él luego por la noche, hacia el sur, para rehacer su camino en la mañana. Y esto ocurría cada día.

En propiedad, aquí cabria concluir la historia de estos vagos amores, en los que no acaeció nada de extraordinario. Más, como también es de buena técnica anular incidentes en la narración antes de arribar al desenlace, procuraré recordar alguno y relatarlo.

Cierta ocasión ella se sentiría un poco niña. Lo era, después de todo, con sus diecisiete años alocados, sus trajes de organdí y su melena en alboroto. Quizó comer caramelos de color, y bajó hasta la rambla a comprarlos de la canoa vivandera.

Samuel Morales sintió algo muy extraño en su cuerpo y en su espíritu, al contemplarla tan cerca de él. Habría querido no recibir la moneda que le extendía; pero, no juzgó prudente hacerlo. Se desquitó entregándole más caramelos de la cuenta: del doble, el triple del valor de la compra. Luego, de improviso, le inquirió:

-Usted, señorita, ¿sabe nadar?

Ella contestó que sí, que sí sabía nadar y agregó:

-¿Por qué me lo pregunta?

El apenas supo responder:

-Por nada; vea; por nada.

-Ah...

Pero, Samuel Morales mentía. Era que ahora sentía su corazón heroico, vibrante en un hazañoso impulso irrefrenable. Le hubiera gustado, por ejemplo, que ella no supiese nadar y resbalara al rio... El la habría salvado entre los brazos fornidos, oprimiéndola contra su ancho pecho de remero. Usted regresa de noche, señor, para volver de mañana, ¿no?

-Así es.

-¿Y por qué no suena la caracola?

Nada impidió que él le dijera entonces:

-La sonaré... despacito... para que usted me oiga, no más.

Ella sonrió levemente.

A Samuel Morales le pareció en ese momento que su canoa no se balanceaba en las sucias ondas del Vinces, sino en verdosas aguas de Kananga, su olor favorito.

Desde aquella ocasión, cada noche sonaba su caracola en la Vuelta de los Tamarindos y en la Vuelta Perdida, al rehacer el camino. Ella, desde su cama, bajo el toldo que la defendía de los mosquitos y de los primos resbaladizos, lo escuchaba y, medio dormida, sonreía. Así transcurrieron los meses hasta que la muchacha porteña que se llamaba Perpetua o algo por el estilo, dejó la hacienda para reintegrarse a su colegio de Guayaquil.

Por supuesto, en el río Vinces ha seguido sonando la caracola de Samuel Morales.

Pero ahora su canto es triste, como el de las valdivias, que anuncian la muerte bajo la noche medrosa.

La muchacha no volvió jamás a ´El Tesoro´. Seguramente se habrá casado y tendrá un rondador de chiquitines. Pero hasta mucho tiempo después de su estada en la hacienda, hasta cinco años después, para ser preciso, cada vez que se sentía tomada de melancolía, imitaba con su voz virginal, el canto de la caracola navegante.

Era curioso constatar que ello le traía una plácida consolación. Esta fue la historia de amor que no quisieron entenderme mis paisanos de Pueblo Viejo, minúscula aldea pérdida en el agro montubio. "

En la Biblioteca Pablo Palacio podrás encontrar más obras de este autor, tales como; Obras completas, El montubio ecuatoriano, Los Sangurimas y los cuentos Guásinton, Banda de pueblo, Chumbote, La tigra, Doce relatos, Los monos enloquecidos.